lunes, 24 de agosto de 2009

Este premio debería ser para...


Los discursos de agradecimiento siempre han tenido truco. ¿A quién se agradece, en primer lugar, a los miembros del jurado a los que no conocemos de nada, o, por el contrario, a los miembros del jurado a los que tan bien conocemos, y cuya efusiva mención quizá delataría nuestra relación? ¿Le agradecemos el premio hipócritamente a esos familiares con quienes hemos perdido el contacto? ¿O a ese profesor que nos hizo aborrecer la pedagogía para aprenderlo todo por nuestra cuenta y llegar adonde hemos llegado? En su pequeño ensayo, casi monólogo, publicado en Francia hace cinco años, Daniel Pennac hace una curiosa comparación entre el vaso dejado sobre el minibar de un hotel y la manzana sobre la cabeza del niño de Guillermo Tell. La luz que ilumina el interior del minibar al abrir la puerta es la misma que el niño recoge de su interior para afrontar los embates de la vida, su tremenda indefensión ante el mundo, la luz que le guiará en su terrible soledad. El personaje, alter-ego de Pennac, que teoriza sobre el hecho mismo del discurso de agradecimiento, llega a esa conclusión: hay que darle las gracias a aquel al que abre la puerta, aquel que es capaz de conectar con nuestro mundo interior y establecer un contacto nada ilusorio. Es difícil encontrar una metáfora más certera. Como dice el autor de Mal de escuela "el problema de la gratitud es que está unida a la inflación. De manera que debemos agradecer más y más a quienes amamos menos y menos". Así descubriremos entusiasmados que aquel profesor/a odioso/a se introdujo en nuestra vida para algo.

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