martes, 27 de octubre de 2009

Una de tele


Se me hace raro hablar aquí de los programas televisivos, sobre todo en una época en que el crecimiento de la oferta redunda en una notoria disminución de la calidad. Uno, que no disfruta de la televisión de pago, ve reducida su visión a los estrechos márgenes que ofrece la Tdt. El caso es que hace ya unas semanas me topé con uno de los productos de ese fenómeno híbrido de reality-concurso que se impone de un tiempo a esta parte: "El aprendiz", en la Sexta. Doce o catorce chicos y chicas -no recuerdo bien- repartidos en dos grupos (uno de chicos y otro de chicas, por cierto, fomentando equivocadamente las actitudes machistas de siempre, ya que lo atinado habría sido, como en la realidad, integrar a ambos sexos en un mismo grupo) que tratan de vender más aceitunas que sus rivales siguiendo supuestas estrategias de marketing y mercado al más puro estilo Bassat, convertido aquí en un auténtico demiurgo de la nueva empresa.

Soy testigo durante hora y media de pisotones intencionados, de cómo unos le echan el muerto a otros, de la búsqueda del liderazgo, de un falso trabajo en equipo que acaba siendo una lucha descarnada por el arribismo individual: la fórmula del primero uno mismo y luego pregunto si he hecho daño a alguien. Así funciona todo en la realidad, me dirán muchos, tanto si uno se traslada a las empresas publicitarias como al mundo de los representantes comerciales, los teleoperadores o el profesorado universitario.

Viendo esta truculenta batalla de cachorros ejecutivos de medio pelo, me acordé de una película altamente recomendable que vi no hace mucho, Casual day. En ella los miembros de una empresa acuden a un hotel rural para pasar un "casual day" que, en la jerga empresarial de hoy día, sí, la de los libros de Empresa Activa y demás editoriales, significa liberarse de las presiones laborales del día a día con el fin de conocerse más participando en diferentes actividades de expansión. En esta cinta asistíamos a un intenso croquis de los estereotipos que circulan por toda empresa: el enchufado, el gerente hijodeputa en quien el gran jefe delega las decisiones más deleznables, el débil e inocente empleado que nunca saldrá de su reducida esfera de actuación, la pardilla y poco agraciada ejecutiva que ve lastrada su carrera por no acceder a favores sexuales... En fin, un mosaico impecable de las diferentes especies que pueblan los despachos y oficinas en busca de víctimas y medrar a costa del otro.

Casual day era una película, pero "El aprendiz" pretende vendernos la idea de que el que no se hace fuerte sin mirar abajo y hacia los lados -es decir, a los compañeros- está abocado al fracaso o a la medianía más absoluta. Y yo me pregunto si ese es el mundo al que los jóvenes universitarios querrían pertenecer, un mundo en el que no parece haber otra vida más allá de los tabiques de diseño, del portátil y del móvil. Porque, ¿con qué cara saludaremos a nuestro compañero de oficina, sí, ése mismo al que le quitamos el cliente, si nos lo encontramos en la playa en la sombrilla de al lado? Todo esto me recuerda a otro programa-serie de la Sexta: "Qué vida más triste".

martes, 20 de octubre de 2009

Una infancia pushkiniana


Uno recuerda con especial cariño cómo empezó en esto de la lectura con las novelas de Salgari, los tochos de Dumas o los relatos de Jack London, con cuya anarquía editorial debía luchar en los diferentes puestos de las ferias del libro que arribaban por los pueblos cercanos, pues con frecuencia sucedía que las antologías los recogían con títulos diferentes o incluían alguno que yo no tenía y me veía impulsado a comprar, pese a haber leído ya el resto. Esa furibunda pasión adolescente adopta otra forma con el paso del tiempo, se vuelve, si se me permite, quizá más exigente y comedida; quizá uno percibe que los años, maldita sea, sí que van pasando y ya tiene que leer sólo lo que realmente le interesa.

Pero volviendo a la querida infancia, los libros y autores que uno leía entonces se quedarán para siempre grabados en nuestra memoria como símbolos iniciáticos en un viaje de no retorno. Me molesta con frecuencia que se tache a determinados autores y a sus obras de "lecturas adolescentes", pues reconozco que he seguido leyendo, en mi caso, sobre todo a Dumas y London, siendo ahora, todo hay que decirlo, mucho más sibarita en las traducciones escogidas. Este préambulo viene al caso porque El Acantilado recupera un texto escrito por la poeta Marina Tsvietáieva en 1937 en el que evoca la figura del escritor ruso Alexander Pushkin. Leer a Pushkin por entonces en los colegios rusos debía ser como leer aquí a Machado o a Juan Ramón. Sus poemas eran y siguen siendo una especie de himnos populares que se repetían de boca en boca por las infinitas estepas, sus relatos casi leyendas tradicionales, y sus obras más clásicas como La hija del capitán o Eugenio Oneguin, una suerte de Platero y yo o Pepita Jiménez. De origen africano -aspecto que la autora se empeña en subrayar, sin duda por la fuerza primitiva de un rostro visto a los seis años-, Pushkin fue un romántico a ultranza que falleció a los 37 años a causa de un duelo de honor, ese tipo de muerte que si eres escritor parece conducirte directamente al pedestal de los más grandes.

Tsvietáieva, cuya vida no fue mucho más larga -se suicidó a los 49 años tras sufrir la crudeza del régimen estalinista-, encontró en Pushkin el desahogo para una vida rutinaria y sin grandes sorpresas, el aliento preciso para embarcarse en la aventura literaria. Aquí la poeta no trata de sentar cátedra, sólo bosquejar recuerdos e impresiones de una infancia marcada por la omnipresente estatua de Pushkin, los poemas que se estudiaban en el colegio o un lienzo que representaba el final del escritor, con los caballos esperando para llevarse su cadáver. Quizá porque uno también leyó La hija del capitán y siente especial predilección por los autores rusos del XIX, y aún por una coincidencia cuando menos curiosa -nació el mismo día que murió Pushkin, el 27 de enero-, la lectura de esta obrita le ha dejado el agradable aroma que desprende aquel arcón tanto tiempo arrumbado en el trastero o el descubrimiento de una cuartilla con poemas garabateados que creíamos perdidos. La infancia tiene ese algo de brujería inconsciente.

martes, 13 de octubre de 2009

¡Hip, Hip... Hipatia!


Cuenta Luis Manuel Ruiz en su blog que a los pocos meses de comenzar a redactar Tormenta sobre Alejandría conoció la noticia del entonces proyecto de Alejandro Amenábar sobre Hipatia de Alejandría, una casi perfecta desconocida en la historia de la antigüedad y revivida ahora por arte y gracia de los mass media. Novelas, pseudobiografías, películas, páginas web y presumiblemente videojuegos nos retratraerán a una época fascinante y a la figura de una mujer cuya principal valía consistió en ascender al olimpo de la sabiduría en un tiempo dominado por el género masculino que arrinconaba al sexo opuesto a un papel pasivo y de servidumbre. No es de extrañar, por tanto, que su hallazgo -quizá Luis Manuel también escuchó hablar de ella en la serie Cosmos, de Carl Sagan- suscitara en los creadores contemporáneos nuevos motivos para incursiones artísticas.

Fue el caso de Luis Manuel que, a pesar de encontrarse con la gigantesca sombra del megalómano proyecto de Amenábar, decidió seguir adelante con una historia que, si bien no tiene a Hipatia como protagonista, sí la sitúa en un lugar destacado. En lo personal, me resulta cuando menos curiosa que la lectura de esta ya sexta novela en la trayectoria del escritor sevillano me haya coincidido con la de El nombre de la rosa -ese clásico que siempre va uno postergando entre el aluvión de novedades del mercado-, pues ambas guardan muchos puntos en común: el esclarecimiento de unos crímenes, la poderosa presencia de la religión y la decisiva intervención de los libros en el desarrollo de la trama.

Haciendo gala de su habitual estilo rico en metáforas y descripciones detalladas -se nota que Luis Manuel se ha empapado de manuales de historia para recrear convincentemente la época-, el autor de El criterio de las moscas hilvana una apasionante intriga repleta de personajes con muchos matices y donde la trepidante acción no está reñida con las discusiones filosóficas tan caras a la época y los diálogos trufados de citas bibliográficas. En Tormenta sobre Alejandría sentimos la arena penetrando en las sandalias, el aroma de las ambrosías gastronómicas, la irrefrenable sensación de caminar por los laberínticos pasillos de la famosa biblioteca. En su novela Luis Manuel ha rendido homenaje a una época irrepetible y, sobre todo, a una forma de entender el conocimiento hoy desaparecida, como las cenizas del tesoro impreso más importante de la humanidad.

lunes, 5 de octubre de 2009

Vidas improbables


Los seguidores de Felipe Benítez Reyes estamos de enhorabuena. En poco más de un mes verá la luz en Visor la edición revisada de Vidas improbables, un libro ya casi mítico entre los pocos pero buenos lectores de poesía. El escritor roteño adelantó algunos poemas y sus chispeantes e ingeniosas biografías inventadas en la Fundación Caballero Bonald. Humor, fantasmagorías, surrealismo, poetas del pueblo y mucha, mucha ironía desfilan por unas páginas que ya deseamos tener en nuestras manos. Tras su intervención, me quedó claro que Felipe es hoy por hoy uno de los mejores lectores de poesía que tenemos en nuestro país, y no sólo de su producción propia, pues todavía recuerdo un acto de homenaje a José Agustín Goytisolo celebrado en Sevilla, en el que Felipe, con una voz cavernosa, casi de ultratumba, acentuando los silencios y las pausas, nos sumió a todos los presentes en la gelidez de un cementerio praguense, con su neblina y sus figuras mortuorias. Quien tuvo, retuvo.