martes, 20 de octubre de 2009

Una infancia pushkiniana


Uno recuerda con especial cariño cómo empezó en esto de la lectura con las novelas de Salgari, los tochos de Dumas o los relatos de Jack London, con cuya anarquía editorial debía luchar en los diferentes puestos de las ferias del libro que arribaban por los pueblos cercanos, pues con frecuencia sucedía que las antologías los recogían con títulos diferentes o incluían alguno que yo no tenía y me veía impulsado a comprar, pese a haber leído ya el resto. Esa furibunda pasión adolescente adopta otra forma con el paso del tiempo, se vuelve, si se me permite, quizá más exigente y comedida; quizá uno percibe que los años, maldita sea, sí que van pasando y ya tiene que leer sólo lo que realmente le interesa.

Pero volviendo a la querida infancia, los libros y autores que uno leía entonces se quedarán para siempre grabados en nuestra memoria como símbolos iniciáticos en un viaje de no retorno. Me molesta con frecuencia que se tache a determinados autores y a sus obras de "lecturas adolescentes", pues reconozco que he seguido leyendo, en mi caso, sobre todo a Dumas y London, siendo ahora, todo hay que decirlo, mucho más sibarita en las traducciones escogidas. Este préambulo viene al caso porque El Acantilado recupera un texto escrito por la poeta Marina Tsvietáieva en 1937 en el que evoca la figura del escritor ruso Alexander Pushkin. Leer a Pushkin por entonces en los colegios rusos debía ser como leer aquí a Machado o a Juan Ramón. Sus poemas eran y siguen siendo una especie de himnos populares que se repetían de boca en boca por las infinitas estepas, sus relatos casi leyendas tradicionales, y sus obras más clásicas como La hija del capitán o Eugenio Oneguin, una suerte de Platero y yo o Pepita Jiménez. De origen africano -aspecto que la autora se empeña en subrayar, sin duda por la fuerza primitiva de un rostro visto a los seis años-, Pushkin fue un romántico a ultranza que falleció a los 37 años a causa de un duelo de honor, ese tipo de muerte que si eres escritor parece conducirte directamente al pedestal de los más grandes.

Tsvietáieva, cuya vida no fue mucho más larga -se suicidó a los 49 años tras sufrir la crudeza del régimen estalinista-, encontró en Pushkin el desahogo para una vida rutinaria y sin grandes sorpresas, el aliento preciso para embarcarse en la aventura literaria. Aquí la poeta no trata de sentar cátedra, sólo bosquejar recuerdos e impresiones de una infancia marcada por la omnipresente estatua de Pushkin, los poemas que se estudiaban en el colegio o un lienzo que representaba el final del escritor, con los caballos esperando para llevarse su cadáver. Quizá porque uno también leyó La hija del capitán y siente especial predilección por los autores rusos del XIX, y aún por una coincidencia cuando menos curiosa -nació el mismo día que murió Pushkin, el 27 de enero-, la lectura de esta obrita le ha dejado el agradable aroma que desprende aquel arcón tanto tiempo arrumbado en el trastero o el descubrimiento de una cuartilla con poemas garabateados que creíamos perdidos. La infancia tiene ese algo de brujería inconsciente.

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