martes, 14 de septiembre de 2010

Cal y arena

Del cuarteto de creadores que dio en crear la famosa "nouvelle vague", quizá sea Claude Chabrol el que haya abarcado más variedad de registros y el de estilo más difícil de definir en unos pocos adjetivos. Si Truffaut fue el romántico, el nostálgico incurable, Godard el atrevido y rompedor, y Rohmer el delicado, Chabrol ha sido durante sus cincuenta años de trayectoria profesional el director más inclasificable de esa hornada de autores irrepetibles. Desde su debut con El bello Sergio (1958), Chabrol ha tenido tiempo para dar lo mejor y lo peor de sí -hacer una obra maestra tras otra cada año parece reservado sólo a los genios, y ni siquiera Woody Allen, acérrimo practicante de la cosecha anual, es capaz de conseguirlo-, pero siempre se ha caracterizado por mantenerse fiel a un sello propio, sin duda más invisible y aparentemente anodino que el de sus coetáneos, pero capaz de arrojar grandes momentos de ese cine hoy tan falto de ellos.
Podría habler de muchos títulos que engrosarán ahora con mayores honores la cinemateca francesa de la rue de Bercy, pero me detendré sólo en dos que, separados por una escasa distancia temporal, vienen a refrendar lo anterior.
Días tranquilos en Clichy (1990) pretendía ser una valiente aproximación a la vida parisina de Henry Miller, pero acabó siendo un completo desastre, con una narración deshilvanada, una puesta en escena sin garra y una interpretación rayana en lo ridículo. El material era lo bastante bueno para que fuera difícil estropearlo, pero Claude Chabrol lo hizo.
En el polo opuesto se sitúa El infierno (1994), revisión del clásico de Henri-Georges Clouzot que no desmerece al original y que, incluso me atrevería a asegurar, lo supera. Esta demoledora lección de cine sobre el tema de los celos -cinco años después retomado por Vicente Aranda con menos fortuna- consigue que nos metamos en la piel del protagonista, encarnado por François Clouzet, de un modo visceral, casi espasmódico.
Chabrol rodó y rodaría mejores y peores películas que estas dos, pero quizá nunca adaptó un texto ajeno con la misma intensidad ni naufragó con tanto estrépito creyendo que su nombre bastaba para hacer magia. Trabajador incansable, quizá su estilo fue precisamente ese: no saber cómo invocarlo.

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