miércoles, 13 de octubre de 2010

No pasarán


Quizá alguno de los contados seguidores de este blog hayan echado de menos algunas palabras de recuerdo para Tony Curtis o Manuel Alexandre, pero como no hay tiempo para todo, me parece que al primero ya le hizo justicia el amigo Luis Manuel Ruiz en un excelente panegírico -al que sólo podría añadir mi devoción por otros cuatro títulos que marcaron mi infancia y adolescencia: Trapecio (1956), Chantaje en Broadway (1957), Operación Pacífico (1959), y, por supuesto, La carrera del siglo (1965), y su faceta más humana colaborando con la Fundación Emanuel para reconstruir la gran sinagoga de Budapest, en recuerdo de sus orígenes húngaros- y me consta que para el segundo desenfundarán su pluma expertos mucho más cualificados que un servidor.
Me resultaba más tentador dedicar unas palabras a la memoria de un jugador que, en cierto modo, también marcó una infancia marcada por esos álbumes de cromos de la liga que era incapaz de completar, las colas con mi padre en el puente de Carranza -entonces de pago- para ver al Madrid, al Barça y, sobre todo, al Bilbao, o las entrañables tardes de carrusel deportivo y las noches radiofónicas con José María García. Arteche era uno de los bustos que más se repetían cuando, ilusionado, abría el Phoskitos de turno esperando un nuevo rostro que incrustar en la colección de chapas que entonces regalaba la famosa casa de pastelitos. Con sus largas melenas y su aspecto de haber salido del rodaje de Perros callejeros, allí estaban también Alexanco, Castellanos, Botubot, Rexach y otros históricos futbolistas de finales de los 70.
Fiel a su demarcación, Arteche siempre jugaba en mi equipo con los galones del central más fornido e intratable, defendiendo con todas las de la ley -y las de la ilegalidad- la portería de su guardameta, que no tenía por qué ser la del Atlético de Madrid, ya que las deficiencias de la casa editora me hacían imposible conseguir un equipo al completo. Cuando los delanteros no tenían su día, siempre me quedaba el consuelo de una retaguardia bien custodiada por este zaguero de la clásica escuela, aquélla de "podrá pasar la pelota o el jugador, pero nunca los dos".
Arteche, con su fisonomía brutota, su espeso bigote y sus hechuras de pelotari, respondía a un tipo de defensa que hoy cuesta ver en las ligas europeas, más preocupado por la gomina, los tatuajes y la floritura. Arteche, como Goicoechea, Licerazu, Benito y epígonos posteriores como Pablo Alfaro, primaron la rudeza a la elegancia, dejando los tacos cuando había que dejarlos en aras de un bien común, introduciendo en el argot futbolístico la subcategoría de defensa leñero que no hacía falta explicar. Con estas armas logró una notable reputación en sus once temporadas en el club colchonero y dos títulos para sus alforjas: una Copa del Rey y una Supercopa.
La única batalla que no pudo ganar, además de la Recopa de 1986 frente al Dinamo de Kiev, fue la mantenida desde hace años contra el cáncer, que segó de un lentísimo tajo su enorme corpachón marcándole el gol que tantas otras veces había evitado.

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