lunes, 20 de diciembre de 2010

Blakie


La vorágine de las presentaciones de estos días me han impedido dedicarle hasta ahora unas palabras al bueno de Blake Edwards, uno de esos cineastas que supo imprimir un sello propio a cada una de sus películas, incluso las últimas como Una rubia muy dudosa (1991) o Una cana al aire (1989), que, realizadas en una época que no era la suya, todavía dejaban ver detalles de su indudable maestría para la comedia. Sólo por crear al Inspector Clouseau, Edwards ya debería figurar por derecho propio en el olimpo cinematográfico, gracias a esa antología de gags que rendían homenaje al slapstick y al que Peter Sellers prestó su físico y talento para convertirlo en un icono de la comedia más descacharrante, para la que no se ha encontrado un sucesor que esté a la altura, llámese Roberto Benigni o Steve Martin. Entre película y película del famoso inspector, Edwards y Sellers tuvieron tiempo de fabricar una de las mejores comedias de todos los tiempos, la incomparable El guateque (1968), que condensa sin duda la esencia del estilo Edwards: el humor fino e inteligente, la sofisticación, un romanticismo algo ingenuo y el disparate elevado a quintaesencia del arte cinematográfico.
El cineasta, que ya había demostrado sentirse cómodo en este terreno con estimables trabajos como Operación Pacífico (1959), demostraría con el tiempo que estaba igualmente dotado para el romance -Desayuno con diamantes (1961)- y el drama más furibundo -Días de vino y rosas (1962)-, así como para el espectáculo grandilocuente y de elevado presupuesto -esa otra maravilla llamada La carrera del siglo (1965)-. Después de rodar El guateque, la carrera de Edwards se desinfló un tanto con películas estimables y con el agotamiento de la fórmula Clouseau, a la que salvaban todavía algunos gags afortunados, como los protagonizados por el criado japonés del inspector. Sin embargo, cuando ya todos apostaban por su defunción artística, Edwards volvió a dar el do de pecho con varios títulos de calidad, entre ellos 10, la mujer perfecta (1979), ¿Victor o Victoria? (1981) o Micki y Maud (1984).
Respaldado por su pareja artística más duradera -la otra fue Julie Andrews-, Henry Mancini, el espíritu de Blake Edwards me parece más cercano al de Stanley Donen o Vincente Minnelli que al de otro compañero generacional, Richard Quine. Esa alegría de vivir, esa facilidad para pasar de lo trágico a lo cómico en apenas un par de planos, me parece una prueba palmaria de que con su muerte una forma de hacer cine se ha ido también.

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