jueves, 2 de diciembre de 2010

Letraherido


En su última novela Manuel Rivas se introduce de lleno en el mundo del narcotráfico utilizando un recurso que recuerda a alguna película: dos amigos de la infancia enamorados de la misma chica -una joven con carácter que siempre camina descalza por la playa- que, entrados en la edad adulta, se sitúan a ambos lados de la justicia, uno a bordo de las lanchas patrulleras, y otro al frente de un pequeño imperio de contrabando, suficiente para llevarse con él a la chica. La alusión al cine no es nada casual, ya que Todo es silencio parece planteada como una sucesión de planos secuencia en la que el lector (o espectador) es el encargado de realizar el montaje final. Rivas hace tan físicas las descripciones que parece situarnos en los escenarios de rodaje, donde los diferentes actores cobran vida con todos sus dobleces y aristas.
Y es que si algo caracteriza la literatura de Rivas es su poder de evocación, de sumergirnos en las tripas de una historia dura y áspera que nos envuelve con una viscosidad extrema. Hace unas semanas tuve la oportunidad de oírle en una conferencia y tuve la misma sensación. Rivas parecía abstraerse del auditorio para diluirse en el revoltijo de papeles que dispuso en la mesa, leyendo fragmentos de diarios, ocurrencias escritas en el avión, teorías improvisadas, para acabar con la lectura de un poema conmovedor que todavía resuena en mi memoria. Supe entonces que Rivas estaba hecho de pura literatura y que, en cualquier momento, tras preguntar la hora como si emergiera de un sueño profundo, podría desintegrarse y formar parte de esas cuartillas, seres ya de su propio universo.

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