lunes, 3 de febrero de 2014

La última sesión

No hace mucho hablaba aquí de la publicación de La última sesión, la espléndida novela de Larry McMurtry que dio pie a la no menos espléndida película de Peter Bogdanovich. Me refería entonces, tanto en un caso como en otro, al poder evocador de una imagen para reflejar la infancia, el paso del tiempo, esos momentos irrecuperables que atesoramos como piedras preciosas en el estuche cerrado de nuestra memoria. El símbolo de un cine que cierra, una pantalla en la que nunca más se proyectarán imágenes, es una de las más poderosas armas para cerrar los ojos y echar la vista atrás, para percatarnos de que el tiempo ha pasado otra vez demasiado rápido.
A pesar de ser un cinéfilo y un eterno nostálgico no he tenido la oportunidad de asistir a una de esas últimas sesiones, seguramente porque nunca me ha pillado en el sitio oportuno ni lo he sabido con la suficiente antelación. Otros amigos y compañeros cinéfilos sí han gozado de ese momento, como Rafael Garófano, de quien recuerdo incluso una fotografía de la última vez que se bajó la persiana en un cine de Cádiz, creo que el Andalucía, o Salvador Daza, que estuvo en la última proyección del Teatro Principal de Sanlúcar de Barrameda. Cines míticos, testigos de una época lejana, de los que apenas van quedando representantes en Andalucía: ahora sólo me viene a la mente el Cervantes de Sevilla. En estos tiempos
tenemos que conformarnos con los cierres de las multisalas, las cuales y, aunque pudiera parecer impensable hace unos años, también van cayendo como consecuencia de la endémica crisis que atraviesa la exhibición cinematográfica en nuestro país. En Jerez ocurrió hace poco con los cines Ábaco Cinebox, cuya empresa propietaria ha ido clausurando paulatinamente las 450 pantallas que tenía repartidas por todo el territorio nacional.
No era la última sesión ni tampoco el último día, pero allí acudimos para ser testigos de la crudeza de la realidad: éramos cuatro personas en la sala en pleno día del espectador y habiéndose anunciado en la prensa el inminente cierre del local, destinado seguramente a la ampliación del centro comercial en el que se inserta.
La película de David Trueba no tenía ninguna culpa. Vivir es fácil con los ojos cerrados quizá sea uno de sus títulos más logrados junto a La buena vida, la película con la que debutó en la dirección. Trueba también es un nostálgico y un soñador, como su trío protagonista, que no se conforma con la agria realidad de la España franquista y trata de buscar alternativas rebelándose contra lo establecido. Capitaneados por un soberbio Javier Cámara, marchan a la búsqueda de un imposible, un Grial llamado John Lennon, a quien, contra todo pronóstico, encuentran para convertirlo en la gran aventura de su vida, esa historia que contarán a sus nietos, y que Trueba nos ha contado a nosotros para demostrarnos que los sueños pueden hacerse realidad si uno es tenaz y abre bien los ojos. Si no sería demasiado fácil. 

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