domingo, 18 de enero de 2015

The Reader´s Diary (XXXVIII)

La Antología poética preparada por el profesor Eduardo Sánchez Fernández (Linteo, 2014) nos permite redescubrir a uno de los poetas más olvidados del romanticismo inglés, eclipsado por la inexpugnable fama de su trío más representativo: Byron, Shelley y Keats. Quizá a John Clare no le benefició tener una vida larga -recordemos que sus coetáneos murieron a los 36, 30 y 26 años respectivamente-, ni haber fallecido en el manicomio en el que se llevó varias décadas encerrado. Los temas de su poesía no aspiraban a los retos de los versos de sus compañeros generacionales, todos ellos versados en el mundo clásico, amantes de extravagancias exóticas y de beberse la vida a grandes sorbos o, como en el caso de Keats, capaz de gigantescas metáforas con los elementos más sencillos. Clare era un poeta rural, quizá lo más parecido en Inglaterra a lo que en el siglo XX sería Miguel Hernández, y su poesía no era amiga de grandes hallazgos formales ni estilísticos, sólo de contar la hermosura de las briznas de hierba, de las vacas paciendo, de los amaneceres dominicales, tal comos se aparecían ante sus ojos. Es de elogiar el esfuerzo del profesor Sánchez Fernández por acercarnos algunos de sus mejores piezas. Pero no podemos decir lo mismo de la traducción. Basta comparar la asombrosa diferencia en la traslación de uno de los poemas mayores de Clare, I am, de la presente antología con la incluida en la exquisita Lírica inglesa del siglo XIX que Ángel Rupérez preparó para la editorial Trieste en 1987. Parecen dos poemas distintos. La intensidad que sabe imprimir Rupérez difiere notablemente de la más literal y plana de Sánchez Fernández, incapaz de transmitirnos la emoción que emanaba de los versos de un poeta pegado a la vida aún en sus arrebatos de mayor locura.


En otro sentido y, cambiando totalmente de tercio, también se me queda corto el que creemos último capítulo de las andanzas de los héroes cervantinos que sobrevivieron a Don Quijote. Si guardo un excelente recuerdo de Al morir Don Quijote, El final de Sancho Panza y otras suertes me ha resultado algo cansina, innecesaria al fin y al cabo, pues todo había quedado dicho en la anterior. Proseguir con las aventuras del escudero, el bachiller, el ama y la sobrina se me antoja como una secuela cinematográfica sin más fundamento que el enorme amor que, a todos nos consta, Trapiello profesa a los grandes clásicos hispánicos. Pero ello no basta para hacer una gran novela, a pesar del notable esfuerzo de su autor por recuperar el lenguaje de la época y urdir un marco espacial rigurosamente verosímil fruto de sus numerosas lecturas. Conseguir igualar el resultado de su predecesora era, nunca mejor dicho, una empresa quijotesca.

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